Si hubiera sido cierto que todo eso “animaba”no estaríamos en el siglo XXI preguntándonos dónde están los lectores, y las editoriales no nos abrumarían con miles de títulos cada año para ver cuál vende mucho por motivos que siempre desconocemos. En las estadísticas se habla de “otros lugares de ocio” que desplazan la lectura, como las pantallas. Pero nadie de los que hacen las estadísticas ha mirado qué se estaba haciendo con los libros y los adultos. Hasta que ha llegado Felipe Munita con su libro Yo, mediador(a) (Octaedro, 2021).
Lo primero que aclara Munita en este libro es qué significa la palabra “mediador(a)” y, aunque su trabajo se centrará en los mediadores escolares, también incluye a bibliotecarios, libreros, cuentacuentos y animadores socioculturales. Tal vez la escuela sea el lugar más propicio para encontrar una manera de pensar la literatura desde la reflexión y la conversación. Las políticas públicas desarrollan campañas, crean bibliotecas, reparten libros, organizan ferias y otros eventos, pero éstos no llegan al momento íntimo de la lectura que no es tanto “hacer algo” como atender a la experiencia interior que pueda ser compartida. El mero contacto con las obras, ya lo sabemos, no es suficiente para crear lectores.
La lectura es un encuentro a tres
bandas: entre el lector y el texto, entre el lector y otros lectores, y entre
el texto y otros textos. La función del mediador sería “acompañar el avance de
los alumnos como lectores, pensar en los complejos mecanismos que hay detrás de
un buen texto, y en los procedimientos mediante los cuales una obra capta la
atención del lector, lo sumerge en un universo ficcional y lo “pasea” por un
amplio abanico de convenciones literarias” (p.94). Esto significa varias cosas:
1. Los
mediadores tienen que ser lectores conscientes de las posibilidades literarias
de los libros que ofrecen
2. El
gran reto es que los mediadores hagan antes el ejercicio de leer, no como
docentes, sino como lectores, desentrañando lo que Munita llama muy
acertadamente “la arquitectura de la obra”.
3. Esto
significa que el corpus de lecturas que usen los mediadores sí importa. Las
intervenciones después de la lectura dependerán de lo que los libros sugieran,
y cada una será diferente. “Los buenos libros enseñan a leer” (p.64).
La cuestión de qué son “buenos libros” no es materia de este
libro, pero sí aparecen en él numerosas experiencias realizadas con libros en
concreto que nos muestran que “en una obra están sucediendo muchas más cosas
que el solo devenir de los acontecimientos que se cuentan” (p.94). Los
trillados caminos de apuntar a temas generales, resumir el argumento o trabajar
el vocabulario quedan aquí como prácticas insuficientes y el gran reto, según Munilla,
empieza en las escuelas de magisterio donde se puede comenzar a explorar ese “me
gusta pero no sé por qué” y llevarlo a un nivel donde se verbalicen cuestiones
que tienen que ver con la literatura. Todo el libro es un gran homenaje a Aidan
Chambers y sus libros como Dime (FCE), que reivindica el habla exploratoria,
tan ausente de las prácticas en numerosos lugares donde habitan los libros.
Libro muy recomendable para todos
aquellos adultos que trabajan con libros y con la infancia donde plantea retos como
saber seleccionar en esta selva de libros en que vivimos, saber leer intentando
desentrañar por qué el libro nos ha llevado por sus mundos, y saber dialogar en
un rico intercambio entre mediadores y lectores. Gracias Felipe Munita, incluso
para especialistas como yo, el libro incluye ricas reflexiones de cuestiones
que tenemos en la cabeza y nunca hemos leído de manera tan ordenada y clara.
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